Las Palmas de Gran Canaria, 4 de noviembre de 2024.- Érase una vez un alcalde muy particular en Las Palmas de Gran Canaria. Un señor de formación culta y de educación respetable, distinguido por su humor socarrón y soltero empedernido, que antes de ser señor fue un niño de buena familia. De una familia con pedigrí: el pequeño Ambrosio era hijo de José Hermenegildo Hurtado de Mendoza Tate y Carmen Pérez Galdós, una de las hermanas del escritor Benito Pérez Galdós, nacido en Las Palmas de Gran Canaria y talento de alcance universal. Como no podía ser de otro modo, Ambrosio, nacido en 1850, estudió en un buen colegio, el de San Agustín (el primer centro privado de Canarias, ubicado en la ciudad histórica y en donde también estuvo su tío, el ilustre Don Benito). Con los deberes hechos, aquel niño creció y viajó a Madrid para licenciarse en Derecho Civil y Canónico en la Universidad Central. Casi hecho ya el señor aludido, regresó a su ciudad para ejercer la abogacía, convertirse en el decano de su colegio profesional y entrar en política, en el muy protagonista partido de León y Castillo. Todo eso, en efecto, le llevó a ser ese alcalde tan particular.
Don Ambrosio accedió al cargo de primer edil de una manera un tanto rocambolesca: el 15 de mayo de 1903 el regidor Juan Verdugo fue suspendido por el Gobernador Civil, siendo el decano del Colegio de Abogados el escogido para sustituirlo. Era el séptimo alcalde en seis años: menuda papeleta. Además, en 1902 comenzaba la restauración borbónica, con el acceso de Alfonso XIII al trono de España, iniciándose un nuevo periodo de monarquía parlamentaria y reubicaciones en el escenario político nacional. Ambrosio Hurtado de Mendoza parecía ser un nombre más en una lista en la que las rotaciones no cesaban nunca. Pero no: ocupó con éxito la Alcaldía hasta el año 1908. Y luego fue consejero de la primera corporación insular formada por el Cabildo de Gran Canaria, diputado en Cortes y, desde la Real Sociedad Económica de Amigos del País, se convirtió en un permanente defensor de la idea de impulsar el actual Puerto de La Luz y de Las Palmas. Un puerto sin el que no se entiende le eclosión de la actual ciudad cosmopolita y moderna de Las Palmas de Gran Canaria.
Como alcalde, Ambrosio Hurtado de Mendoza implantó su propia visión de la vida en la administración pública. Esto es, la rectitud en el trabajo y los horarios. Entre sus acciones figura la de la reordenación urbanística de la Calle Mayor de Triana, y la primera urbanización de la plaza que hoy lleva su nombre: la Plaza Hurtado de Mendoza, que, al otro lado del barranco del Guiniguada, frente al casco histórico de Vegueta, anticipa el acceso al barrio de Triana.
Justo en este enclave, también conocido popularmente como plazoleta de las ranas (por las estatuas de los dos anfibios de los que sale del agua en su emblemática fuente), se levanta una escultura en memoria del singular Don Ambrosio. Un pequeño obelisco funerario guarda en su centro un medallón con la efigie del antiguo alcalde, acompañado por la llamativa escultura de una mujer. ¿Por qué figura allí esta dama? Es más, ¿quién es?
La historia merece no olvidarse, cuando menos. La rectitud reconocida de Don Ambrosio se aplicaba a su trabajo, a su agenda, y a sus comidas, siempre en el mismo horario. Pero también a sus ratos de ocio, que respetaba rigurosamente. Era un activo participante de las típicas tertulias ilustradas de comienzos de siglo en la ciudad. Nunca le faltó tiempo para ello, ya que, entre otras cosas, se cuidó de mantenerse lejos del matrimonio, rehuyendo la idea de formar una familia.
Aunque en realidad, Don Ambrosio sí que tenía un amor reconocido, al que, con amabilidad extrema por parte de sus coetáneos, se le definía como platónico. Ese no era otro que el que le inspiró Loreto Martín Castillo, todo un carácter y, en otro ámbito, un personaje también muy popular en la ciudad del momento.
La Loreto, como la que se la conocía pie de calle, no era otra que la regente de una conocida casa de citas ubicada en el entorno de la Plaza de Santo Domingo, en plena Vegueta. Un burdel que llevaba en funcionamiento desde mediados del Siglo XIX, y que continuaría activo mucho tiempo después de que Hurtado de Mendoza dejase de ser alcalde.
Don Ambrosio y Doña Loreto se tenían, citan las fuentes, mucho más que una gran confianza. Hasta el punto de que esa casa en Vegueta llegó a tener un papel insospechado en la primera visita que un Rey de España hizo a Canarias. Ocurrió en la noche del 31 de marzo de 1906, cuando el joven Alfonso XIII (veinte años) llegó a Gran Canaria unos días antes de lo previsto por una tempestad que desvió su barco desde Tenerife. El sorprendido alcalde ejerció, con mucho buen humor, de anfitrión de Su Majestad, siendo su guía en la ciudad y compartiendo conversación… y buen vino. Así, Don Ambrosio cruzó una vez más el Guiniguada rumbo a la casa de la Loreto, solo que esta vez lo hizo con un acompañante real. Fue la única ocasión en esa visita al Archipiélago en la que Alfonso XIII durmió fuera de su barco. A su vuelta a Madrid, el monarca designó a Hurtado de Mendoza como Gentil Caballero.
Un caballero que continuó conservando su estilo de vida y su vitalidad política hasta su fallecimiento, en el año 1922. Su ciudad no quiso enterrar su recuerdo. Es más, se le encargó a Alfredo Neri, reconocido escultor de Bolonia y experto en tratar con el célebre mármol de Carrara, la creación de una escultura que le rindiera homenaje. Ésta fue concluida en 1923, e instalada luego en el lugar que ocupa hoy, en la plaza que lleva el nombre del particular alcalde. Y sigue luciendo en todo su esplendor, más cuando en 1920 fue restaurada por el propio Ayuntamiento de la capital grancanaria.
Dos detalles merecen mencionarse de esta obra, que revelan el calado de la relación entre Ambrosio y Loreto, y que también dejan patente el aprecio que el regidor se había ganado entre sus propios conciudadanos. Por un lado, la majestuosa presencia de la mujer en el conjunto escultórico. Por otro, el hecho de que la escultura fuera sufragada por suscripción popular, a iniciativa de los amigos del alcalde. Con su secretario, Eduardo Benítez Inglott, a la cabeza, y con un gran respaldo como respuesta, que incluyó importantes donaciones de personalidades como el empresario Tomás Miller o el médico y cirujano Federico León García, que aportó la friolera de mil pesetas de la época.